Papeles del Psicólogo es una revista científico-profesional, cuyo objetivo es publicar revisiones, meta-análisis, soluciones, descubrimientos, guías, experiencias y métodos de utilidad para abordar problemas y cuestiones que surgen en la práctica profesional de cualquier área de la Psicología. Se ofrece también como foro para contrastar opiniones y fomentar el debate sobre enfoques o cuestiones que suscitan controversia.
Papeles del Psicólogo, 1988. Vol. (35).
JOSE LUIS PINILLOS
María Eugenia Romano fue una buena amiga a la que veía con relativa frecuencia con motivos profesionales -oposiciones, tesis, juntas, homenajes, congresos y otras peripecias por el estilo- y menos de lo que hubiera querido en reuniones sociales. Recuerdo haber estado con ella y con Xavier Zubiri en el jardín de Juan Rof, una espléndida tarde de verano. Fue una reunión inolvidable donde Xavier nos contó su encuentro con Wundt, ya muy viejo, y nos comentó la profunda impresión que le causó el hecho de que el mítico maestro de Leipzig viviera en un piso corriente, enfrente de un señor que era zapatero y no calzaba precisamente coturnos. Ambos, ella y Zubiri, estuvieron encantadores aquella tarde, y aún me parece estar oyendo reír a Rof, que de cuando en cuando se acercaba a la mesa -era su cumpleaños y tenía que atender a muchos invitados- a escuchar la conversación que se traían entre los dos. Fue una tarde inolvidable, de las que se recuerdan toda la vida.
Pero no sé muy bien lo que quiere decir "toda la vida"; es una expresión que se asemeja a toujours, todos los días, siempre: una expresión que los enamorados de todos los tiempos repiten una y otra vez con ilusión, sin saber muy bien lo que se dicen, o tal vez sí. En todo caso, en mi memoria se grabó esa imagen de María Eugenia, con un jardín al fondo, mientras ponía en la tarde derroches de ingenio, buen decir y alegre amistad.
Algo distinta, aunque no demasiado, era la imagen de María Eugenia como compañera de Universidad. Era, por supuesto, una excelente profesional y una inmejorable compañera de trabajo. En las reuniones no hablaba mucho; no obstante -en parte por eso, pero no sólo- sus palabras se escuchaban siempre con respeto y, también hay que decirlo, con un punto de curiosidad, pues realmente era muy difícil imaginar lo que María Eugenia iba a decir. Tenía muchos registros, y todos ellos bien afinados. Con las intervenciones de María Eugenia ocurría lo que acontece a los personajes de las buenas novelas: que lo que van a decir es siempre una incógnita, despierta el interés, pero después de oído resulta lógico y muy coherente con sus respectivos modos de ser, con su carácter. Así era la María Eugenia profesora: original, aguda y siempre discreta, incapaz de hacer daño a sabiendas, aunque sabía ser justa cuando llegaba el caso.
Compañera de Universidad
Nunca observé en ella una reacción de rencor, ni de animosidad contra nadie; lo cual no quiere decir que fuese una persona de las que se llaman bondadosas. Era una persona buena, eso sí, en el sentido mejor de la palabra, sin que su bondad diera lugar a esas connotaciones de simpleza o escasa agudeza a que la lengua española es tan propensa en estos casos. De hecho, la profesora Romano -que raro se me hace llamarla así- era por demás inteligente; la más de las veces ya estaba de vuelta cuando el resto aún no habíamos llegado. Sus observaciones eran por lo general a varias bandas, dignas de un buen diplomático inglés, y salpicadas casi siempre de un ligero toque de humor, lo cual las hacía aceptables, aún en el caso de que fueran duras. Porque he de decir que a nuestra amiga no le temblaba la voz ni el pulso cuando la justicia le obligaba a tomar decisiones desagradables.
En fin, creo que María Eugenia -la madre de Isabel, como a veces también se la llamaba- daba a las reuniones de los psicólogos, con su mera presencia, un tono de grata serenidad. Estando ella, las discusiones no iban a mayores. Llenaba la escena de buena voluntad y sentido común, sin proponérselo, sin forzar la voz; no sé muy bien cómo, pero lo hacía. Y hacía también muchas otras cosas. Su triple condición de médico, de catedrático de filosofía y psicología clínica, daba a sus intervenciones una autoridad, una cobertura de firmeza que era muy de agradecer. Tenía una gran cultura, de la que no hacía alarde, porque de verdad la tenía.
Poseía también unas grandes dotes de observación para la prosa dela vida, y una excelente memoria selectiva, de forma que recordaba y veía siempre justamente lo que era menester recordar y ver en el momento oportuno. Tenía María Eugenia el don de la oportunidad y el de no hablar en vano. Cuando hablaba era para algo concreto, generalmente importante y que a los demás se nos había escapado. Por lo demás, la opinión que le merecía la ciencia oficial era una mezcla bien lograda de admiración y de sabio escepticismo. Le hacían mucha gracia los entusiasmos cientistas de los jóvenes, pero los respetaba y en lo que podía trataba siempre de ayudarles.
Como persona, María Eugenia era de una inmensa elegancia espiritual y buenas pruebas me dio de ello en situaciones nada fáciles para ambos. Como profesional de la psicología, su conocimiento de las pruebas proyectivas, y en especial del test de Rorschach, era realmente fuera de serie. Muchas veces he pensado que María Eugenia poseía como nadie esa "subjetividad disciplinada", ese don de la sensibilidad equilibrada, que Eric Erikson, el psicoanalista biógrafo y psicohistoriador, considera con razón la clave de la hermenéutica de la vida.
No sé. La muerte me desconcierta siempre. Por un lado, tengo la impresión de que cualquier día me voy a encontrar a María Eugenia en alguna reunión. De otra parte, sé que se ha ido para siempre: me he enterado a fondo de su muerte, y sé también que así se inicia el desfile de mi generación. Entre estas dos aguas navega mi recuerdo de María Eugenia, amiga buena, que me ayudó a ser un poco menos malo. Quizá después de todo sea cierto que cualquier día me volveré a encontrar con ella y se pondrá a hablarme de Rorschach, o quien sabe de qué, con un jardín al fondo.